Tiempo de Pascua
Reflexiones y oraciones
Domingo de Ramos
Hoy, Domingo de Ramos, empiezan los cultos de Semana Santa. Festejamos la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, montado en una asna engalanada con vestiduras. Aclamado por la turba, que con ramas cortadas de los árboles le aclamaban cantando: “¡Hosanna, Hosanna! Bendito el que viene en nombre del Señor”.
“Tiempo de María” en esta Semana Santa les propone meditar las Siete Palabras de Cristo en la Cruz, último mensaje a la humanidad, que tienen un sentido de legado que Jesús hace a los hombres; de la verdad última pronunciada por la Verdad absoluta. Deben resumir, pues, todas las verdades: su doctrina, su predicación, su ejemplo vivo. Todo será ratificado y resumido desde la Cruz.
Hoy, a veintiún siglos de distancia, Cristo ¿cómo suenan tus Palabras? ¿Qué significan para nosotros, tan promocionados y sofisticados? Somos muy cultos, muy inteligentes y estamos muy orgullosos de los avances científicos y tecnológicos.
Lo avanzado de la comunicación, nos hoy permite acortar distancias entre los lugares más alejados del mundo; y el hombre actual, que tanto corre atrás de la vida, está más incomunicado que nunca. No tiene tiempo casi para vivir su vida, menos para disfrutarla, para perfeccionar sus valores y vivirlos. Se siente receloso, solo, casi sin familia, porque cada uno corre por su lado,Cada cual a lo suyo. Comunicación física, sin comunicación afectiva o espiritual.
Los pueblos ¿tienen comunicación entre ellos? A la vista salta que la comunicación más generalizada es el lenguaje de las armas de destrucción y de guerra.
¿Y la comunicación con Dios Padre? ¿La tenemos, la vivimos? Acaso ¿el mundo no lo ha olvidado? ¿No prescinde de Él?...
Cristo crucificado: ¿seremos capaces de comprender tus últimas palabras e interpretar el significado que Tú les diste?
Tú las dijiste en los últimos momentos de tu vida como hombre, empapadas y ungidas con tu sangre, tu agonía y tu muerte. Nosotros ¿las recibimos?
Tú nos habías prevenido cuando dijiste: “mis palabras no pasarán”. También estas últimas palabras tienen vida eterna. No podemos esquivarlas, aunque nos resulten incómodas, aunque no se ajusten a las nuestras, a nuestro modo de vivir, a nuestra personal ideología.
Tal vez hemos hilvanado un nuevo evangelio: ni Marcos, ni Mateo, ni Lucas ni Juan. El nuestro. Más moderno, más adaptado a nuestro sistema de vida y a la comodidad, a nuestro acontecer socio-político-económico. A nuestra medida. Y, seguramente, en este quinto evangelio no hemos incluido tus siete frases de amor y perdón, de dolor y sacrificio.
Después de rezar el Santo Rosario, comenzaremos con la primera de las frases de Cristo en la Cruz.
Contemplemos los Misterios Gloriosos que corresponden a este domingo, Domingo de Ramos, que hoy celebra con alegría la Iglesia.
Primera Palabra: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
Esta es Cristo tu primera palabra. De perdón, pero como el tuyo; no como el nuestro. Tú perdonas con amor, disculpando la falta, atenuando la afrenta injusta, la infamia mayor de la historia: la pena de muerte y muerte de cruz.
Tú juzgado y condenado como un malhechor, una lacra de la sociedad.
Y en la hora en que se consuma la ignominia, Tú hablas y dices “perdón para ellos porque no saben lo que hacen”. En el momento del atropello peor de la humanidad, Tú el atropellado, el Dios atropellado por el hombre, perdonas y disculpas.
Sólo una clave existe para comprenderte: el Amor. Perdonas así, porque amas.
Tu definición es el Amor. Eres el Redentor que ama.
Ese es tu testamento: amar. Y la clave de tu sistema y tu doctrina para todos quienes quieren seguirte. Siempre. Tu Palabra es eterna.
En este primer día de Semana Santa, reflexionemos profundamente.Nuestro vocabulario ¿es de amor? ¿No estamos usando palabras de lucha y violencia? Hoy ¿no tiene más vigencia el odio que el amor? ¿No se aplican la venganza y el rencor, más que el perdón y el olvido de la falta cometida?
Mientras tu Sangre desde el Altar grita tu amor, la humanidad creyente ¿amamos u odiamos? ¿perdonamos?...
Por tu primera Palabra en la Cruz, Cristo, conserva vivo en los corazones de los fieles el primer mandato del Evangelio que es el Amor.
Segunda Palabra: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”
El Viernes Santo, en el Calvario, no había una sola Cruz, sino tres. La de Cristo, flanqueada por las de los dos ladrones.
No podemos ni debemos separar las tres cruces que quiso juntar Cristo, para quedarnos con la suya. Las tres cruces se completan y se necesitan mutuamente.
Podríamos prescindir de una cruz de los ladrones, a condición de sustituirla con nuestra propia cruz; a la derecha o a la izquierda, como queramos.
Ajusticiarlo juntamente con dos ladrones no fue ni un capricho de Pilato, ni una venganza del Tribunal Religioso Judío: fue todo un misterioso símbolo de Redención.
Humillante para Cristo, rebajado a preso común; infinitamente consolador para nosotros, exaltados a la altura divina del Redentor.
Porque esos dos ladrones nos personifican a todos nosotros. Nosotros, ladrones. Sí. Por supuesto que no atracamos a mano armada en los caminos, ni asaltamos la propiedad ajena. Robamos sin tocar nada, sin mancharnos las manos, científica y civilizadamente, robamos de todo: dinero, bienestar, fama, cargos sociales y honoríficos, puestos de trabajo, salud mental y física, alegría, paz y vida...
Sobre la Cruz de Cristo, un letrero decía que Cristo era Rey.
Y por eso, uno de los ladrones, al que llamamos “bueno”, de nombre Dimas, le pide: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Y Cristo inmediatamente, promete: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Cristo asegura un Paraíso en el Cielo a quien andaba robando por los caminos para tener un paraíso en la tierra.
El otro ladrón –de nombre Gestas- al que llamamos “malo” le formula a Cristo otra petición que tal vez nos parezca mucho más actual, más acertada según nuestras convicciones e ideas. Le grita: “Bájate, Cristo de la Cruz; bájanos a nosotros y creeremos en Ti”.
¿No es esto un paraíso? Es real, es concreto y no quimérico, nunca visto y tan remoto... como el Paraíso que promete en el patíbulo, alguien a quien le han quitado todo... hasta la vida y ¡cómo!
El pedido del ladrón “malo” es algo tangible, inmediato. Un milagro espectacular: ¡es claro que creeremos! ¿No puede Cristo hacerlo? ¿No es Dios” ¿No ha realizado ya tantos milagros?... Este sería consagratorio. Parece pues,
ésta del ladrón “malo” una propuesta más acertada para la humanidad actual, tan materializada. Nada de paraísos quiméricos en el Cielo, el paraíso en la tierra, ahora. En esta vida, no en otra, la humanidad que, desde la proyección del siglo veintiuno, contemplaría por siempre sus Palabras en la Cruz, está mejor dispuesta para aceptar hechos concretos, en este mundo. Ya casi no habla del Cielo. El leguaje habitual en estos tiempos, habla de promoción social, de desarrollo económico, de progreso tecnológico, de infraestructuras, de cambios de estructuras. ¿De vida eterna? ¿De salvación? ¿De cielo?... Realmente, no.
Acaso, unos pocos.
¿No sería mejor bajar a Cristo de la Cruz, como final feliz del Viernes Santo?
¿Y no que se quede en ella hasta morir? ¿No sería mejor hacer desaparecer la Cruz? Hacerla desaparecer en el silencio, que es el mayor y más refinado desprecio. Y allí, a ese silencio, lanzar la resignación, la paciencia, el sufrimiento, la humildad, el valor...
Un mundo sin nada de esto. Sin Cruz o sin Cristo en la Cruz... ¿Qué mundo sería? Sin sentido, nos atreveríamos a decir.
A Cristo, a Dios, lo queremos para que nos hable de más allá de la tierra, del Reino de los Cielos, de Vida Eterna.
Para hablar de la tierra, no lo necesitamos. Nos bastamos nosotros.
A Dios lo necesitamos y reclamamos para que nos hable del Cielo, del dolor, de la Cruz, de la Redención. Del mundo que no conocemos y El –Cristo- vino a anunciarnos y a conquistarnos con su Sangre. De ese Paraíso que Cristo promete en Viernes Santo, con la garantía de su Muerte y su Resurrección.
Contemplemos los Misterios Gozosos del Santo Rosario, acompañando a Jesús y a María.
1º, 2º, 3º, 4º y 5º. Misterio.
Amigos de siempre: ¿Para qué querríamos un Cristo igual a nosotros? Que sucumbe a la tentación de abandonar el sufrimiento por las comodidades...
Para esto no hacía falta la venida de Jesús. Nos sobran sociólogos, economistas y maestros de obras que se ocupan de lo humano, de lo perecedero.
Necesitábamos, eso sí, al Redentor. Al Cristo de la Cruz, que no se baja de ella y que muere en ella. Lo necesitábamos para soportar nuestra cruz personal, como El soportó la suya. Sin bajarse. Sin bajarnos.
Cristo, sobre esta humanidad del silencio culpable, levanta el clamor infinito de tu Segunda Palabra, que sigue obstinadamente prometiendo a los hombres el Paraíso del Cielo.
Gracias, Señor, por tu Cruz y tu Paraíso.
Domingo de Pascua
Aleluya, Aleluya, Cristo resucitó. Esta es nuestra Pascua.
Es el grito triunfal que hoy brota de los corazones de miles de cristianos, que en todo el mundo, celebran la Pascua de Resurrección.
Es el triunfo y la gloria de Cristo. El cumplimiento de la promesa, ya hecha realidad. Cristo vencedor de la muerte, como lo había prometido, resucitó.
Después de la Pasión dolorosa, de la entrega al sacrificio, al dolor y a la muerte, la gloria por siempre.
Después del fracaso, el triunfo. Total, definitivo.
Es la confirmación plena de nuestra fe. Es la ratificación total de nuestra confianza. Es la plenitud de nuestra esperanza que se ilumina y se proyecta en la eternidad.
La Resurrección de Cristo es la prueba definitiva de su divinidad.
Así como la muerte de Jesús nos manifiesta su humanidad, así su Resurrección nos manifiesta su divinidad. Y da sentido a la vida cristiana.
Sin Resurrección, no existiría cristianismo. La vida de Jesús sólo tendría validez histórica. La validez de una vida terrena ejemplar, de un gran filósofo, de un filántropo, de un Santo también, que predicó con la Palabra y el ejemplo una nueva doctrina de amor y solidaridad; de perdón, humildad y misericordia.
Pero Cristo, Resucitó. Abandonó su sepultura. A pesar de los custodias y los guardias. A pesar de quienes lo juzgaron y condenaron. A pesar de la turba enfurecida. A pesar de sus traidores. Pese a quien pese.
Y con el paso de los siglos, debemos añadir: pese a sus detractores; pese a los incrédulos; pese al paganismo; pese a las doctrinas ateo-materialistas; pese al agnosticismo. Pese a quien pese.
Hoy nos reunimos para festejar la Pascua de Resurrección.
Ayer nos entristecíamos en el Calvario.
Con Jesús en la Cruz; con María, a los pies de la Cruz.
El Hijo, moría.
Sufriendo por el rescate de la humanidad; por los hombres de todos los tiempos. Por ti, oyente; por mí.
Y en el corazón de la Madre, un dolor sereno y angustiante.
Los dolores de Jesús fueron los dolores de María.
El Hijo se entregó al Padre con el gozo de la misión cumplida.
Y en el corazón de llanto apretado de su Madre, la esperanza.
Aunque no entendiera.
Tampoco entendió María las palabras del Arcángel Gabriel.
Y las aceptó. Porque María vivía de la fe. Confiaba plenamente.
Esperaba con esperanza, permanentemente.
Y, María, sin entender, espera.
Cristo triunfante, resucita.
¿Podremos imaginar siquiera, la santa y total alegría de María al ver al Hijo triunfante, al volver a abrazar al Hijo amado?
Su Hijo, vive. Su Hijo, una vez más, cumple su promesa.
Su fe, su confianza y su esperanza están definitivamente confirmadas.
La plenitud de su fe, de su confianza y de su esperanza, fue ratificada por Dios en la Persona del Hijo.
Porque El resucitó, glorioso.
Las glorias de Jesús, son también las glorias de María.
Domingo de Pascua de Resurrección. Piedra angular del cristianismo.
Hoy los corazones de todo el pueblo cristiano, han de colmarse de la gloria de Jesús Resucitado, y de la felicidad de María. Han de sentir admiración por el triunfo de Cristo, y comprometerse al agradecimiento por la co-participación, generosa en su sublime caridad, de la Madre.
Pero también debemos sentir, honda y profunda, la alegría de ser los actuales discípulos y testigos de Cristo en la Fe.
Porque Cristo resucitó, es el Hijo de Dios.
Redentor y Salvador de la humanidad a través de los tiempos.
Cumplió por lo anunciado por los Profetas. Realizó el Antiguo Testamento.
Hizo verdad su promesa, El que era la Verdad.
Nuestra esperanza se extiende por toda la eternidad.
La luz de la Resurrección nos afianza y asegura en la fe, la esperanza y la caridad.
Porque el amor fue y es el fundamento del nacimiento y de la Cruz de Jesús: de Belén y del Monte Calvario.
Sin el amor infinito de Dios, no habría creación del hombre, ni Redención después del pecado.
El Amor creó.
El Amor perdonó.
El Amor redimió.
Tiempo de Pascua I
Amigos nuestros: durante la Cuaresma nos fuimos preparando para vivir más profundamente la Pasión y Muerte en Cruz de Cristo Redentor de la humanidad. Entonces, seguramente, desechamos de nuestro interior muchas cosas de que al Señor no le gustan. Pusimos el corazón y la mente en orden; en todo lo que pudimos, para así llegar con el alma más limpia, más inclinada a la piedad y la devoción, a la Semana Santa.
Entonces revivimos los sucesos que condujeron a nuestra salvación.
Y ahora festejamos el triunfo de Cristo: su Resurrección gloriosa.
La semana vivida, nos deja interiormente, sentimientos y emociones; pero también muchos ejemplos, semillas para sembrar y hacer germinar en nuestro ser cristiano.
La Cruz nos da el ejemplo más sublime de Amor.
Ejemplo que debemos, de algún modo, traer a nuestra vida de todos los días. Debemos aprender a vivir el amor. Amor a Dios y a los demás; no tenemos que ir a buscar lejos aquello que seguramente tenemos cerca, a nuestro lado, tal vez en nuestra propia familia. Amor.
El amor se traduce en hechos que lo muestran mucho mejor que las palabras. Obras son amores.
El amor a Dios se vive con la conducta adecuada a las enseñanzas evangélicas; se vive con el mejor acatamiento posible a los mandamientos entregados por Dios a Moisés, que no caducan según las épocas, según la gente, según la moda.
Se vive en cada opción que tomamos durante cada día vivido.
El amor a los demás, requiere el ejercicio de muchas virtudes: comprensión, paciencia, tolerancia, negación de uno mismo. El egoísmo se auto-elimina, no se ajusta al amor. Muchas veces en el ejercicio activo del amor, también se necesita grandeza de alma. Las almas pequeñas, no se disponen a la renuncia ni a la entrega.
La Resurrección de Cristo nos permite ver más allá: ver la Luz de Cristo en todo su esplendor; contemplar el Camino que debemos tratar de seguir con todo nuestro empeño, siguiendo sus pasos; asumir e incorporar la Verdad de modo profundo en nuestro modo de ver la vida y vivirla; tener presente que la vida eterna es un don conquistado para nosotros a un alto precio por Jesús y que eso debe reflejarse, como en un espejo, en los acontecimientos grandes o pequeños que vivimos todos los días, cada uno de nosotros.
Nuestro ser cristiano debe desenvolverse a través de toda circunstancia que se nos presente. Seremos así, los discípulos actuales del Maestro, seremos así sus testigos. Es nuestra doble misión. No podemos obviarla, no podemos descartarla ni olvidarla, porque está grabada por siempre con la Sangre de Cristo en la Cruz. El beneficio de nuestra vida entregada al querer del Señor no es para Dios, es de Dios para nosotros. Para que podamos alcanzar la propia resurrección y la felicidad prometida por toda la eternidad.
Tiempo de Pascua II
Queridos amigos, seguimos viviendo este Tiempo, alegre y lleno de esperanza que es la Pascua. Alegre porque Cristo resucitó; lleno de esperanza porque su resurrección promete y anticipa la nuestra.
La vida de cada uno de nosotros continúa, un día tras otro, con las mismas preocupaciones, las alegrías y las penas de toda vida humana, el trabajo, los quehaceres habituales...
Pero, como decíamos en anteriores reflexiones, algo tiene que haber cambiado en nuestro interior. Seremos ahora más solícitos, más pacientes, más tolerantes; estaremos más dispuestos a esa tolerancia y al perdón. Al Amor.
Esta es la manera de vivir la Pascua.
Si bien, todo lo que pasa en nuestra vida tiene su importancia, ahora podremos en muchas de esas ocasiones, quitarle trascendencia a dichos y hechos que nos oprimen. Porque lo más importante y verdaderamente trascendente para la vida de cada uno, es y será, vivir la esperanza de la salvación conseguida por Jesús, que nos quiso asegurar la felicidad sin límites en la Casa del Padre.
En consecuencia, debemos dar a cada una de las opciones que tomamos en cada momento la relevancia que tiene, pues con ellas construimos el camino a la plenitud de dicha que nos promete la Palabra de Cristo. La felicidad que el mundo nos ofrece, y que depende de los hombres, será o no será. La que Cristo nos prometió, ésa, es segura. Él la conquistó para nosotros; ahora tenemos nosotros que seguir sus pasos para hacer cada uno nuestra conquista personal y merecer la prometida por Jesús. La esperanza de dicha eterna, debe ser el estímulo para sortear, con confianza y gozo en el corazón, los obstáculos más sencillos o más difíciles, que las circunstancias nos pongan por delante.
Con la mirada puesta más allá de esta vida transitoria, llenaremos el corazón y nuestra vida misma, del gozo cristiano de vivir en la fe y en armonía con Dios.
Jesús nos preparó el camino.
María nos da su mano y nos acompaña en todo momento.
La lucha por la vida que todos realizamos de modo permanente, se nos hará más llevadera. Y llenaremos nuestra alma de una ilusión nueva y legítima, que nos fortalecerá, especialmente en los días difíciles. La ilusión de una felicidad plena y sin límites por toda la eternidad.
La Pascua vivida por María
Para María, la Pascua tiene un significado muy distinto al que puedan tener otros. Porque María es la Madre de Jesús.
María, quien vivió de la fe y en la esperanza, vive con alegría honda y profunda, el sentido de la Pascua de modo personal, que nadie más como Ella podría vivir.
María Santísima vivió en su Corazón de Madre el sacrificio del Hijo, también como nadie. Ahora celebra como ninguna. La Resurrección gloriosa de Jesús, colma sus expectativas como la elegida del Padre, como la corredentora del Hijo, como la iluminada por el Espíritu Santo. Participa de la Gloria de Jesús. Es justo.
Cristo desde la Cruz la ha hecho Madre de todos los hombres. Y María, con un amor sobrenatural, que está más allá de lo meramente humano, acepta a los pecadores por los que muere su Hijo, como hijos propios. Grandeza en su amor maternal. Y también como Madre de los hombres, celebra la Pascua: su Hijo divino ha conquistado la salvación y la redención de sus otros hijos del mundo de los hombres.
Doble vivencia pascual del Corazón Inmaculado de María.
Que celebra la Resurrección del Hijo divino, y celebra la redención de sus otros hijos, todos nosotros.
Y así como Jesús, cumplida su misión salvífica vive su Gloria, así llegará para María la suya, cuando el Hijo la llame a su lado.
Juntos eternamente celebrarán su gloria conquistada, porque juntos compartieron humanamente los dolores, penas y sacrificios, de la Pasión y Muerte de Cristo.
El Amor, la Misericordia y la Justicia infinitos de Dios, se realizan en Jesús, se celebra en María; y en los hombres creados por Dios -la humanidad de todos los tiempos y generaciones- por el perdón conquistado por Cristo, que les da la posibilidad de alcanzar la vida eterna y gozosa en los Cielos. Solamente deben procurarlo, desearlo vivamente y vivir una vida acorde con este deseo.
La misión, con dolor y sacrificio supremos, la cumplió Cristo en compañía de María y con su participación de Madre. Madre de todos, de Jesús y desde la Cruz, de los hombres. Amigos oyentes: ¿sabremos demostrarles nuestro agradecimiento? ¿Y cumplir nosotros con nuestra misión de redimidos? Jesús y María supieron cumplir con la suya, cumplamos nosotros la nuestra.
María y el misterio pascual I
María anima espiritualmente la comunión y la oración fraterna de los discípulos de Jesús que permanecen el la ciudad, en espera de la promesa del Padre, hasta ser revestidos del poder de lo Alto. (Lc.24,49). Se dará allí la plenitud del misterio pascual con la efusión del Espíritu Santo. Es un aspecto que nos interesa contemplar en María. Sólo sabemos que Ella oraba con los Apóstoles y que esperaba con ellos el Espíritu del Padre. La Escritura no nos dice más, pero eso basta. El silencio envuelve el misterio de María “La Madre de Jesús”. Comienza ahora la historia de la Iglesia misionera: “Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse”. (Act.2,4).
Como en el ministerio público de Jesús, María continúa ahora en el silencio: como discípula de la Palabra y Madre de la Iglesia. Es Jesús resucitado el que vive ahora en el misterio de esa Iglesia apostólica: María está siempre allí, escuchando en el silencio y engendrando en el amor. La sombra de la Cruz pasó: queda ahora la fecundidad misteriosa de una muerte y la alegría de haber sufrido con serenidad.
“La hora de Jesús” –hora de manifestación y de signos, hora de su glorificación por la Cruz- comienza a tener ya una nueva dimensión: la de la expansión misionera y de la interiorización del Espíritu. Del costado de Cristo, mientras vivía con intensidad su hora, brotó sangre y agua (Jn. 19,34): símbolos de la Eucaristía y del Bautismo, Sacramentos con que se fabrica la Iglesia. Símbolos también del “agua viva” del espíritu Santo que habría de brotar del seno del Señor crucificado y que iban a recibir los que creyeran en El. “Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado” (Jn. 7, 37-39).
Indudablemente María fue la primera que recibió ese fruto de la Pascua que es el fuego del espíritu: en Ella, nuevamente fecundada por el Espíritu, habría de nacer ahora la Iglesia misionera y evangelizadora, Iglesia de los Profetas y de los testigos.
¿Cómo vivió Maria este nuevo momento del misterio pascual de Jesús? Algo muy hondo y definitivamente nuevo debió pasar en su interior: muchas cosas le resultaron claras en el misterio de Jesús y en la oscuridad dolorosa de su acompañamiento. Comprendió toda la fecundidad de su SI, experimentó más profundamente la veracidad del Magnificat, su fe se hizo más clara, su esperanza más firme, su caridad más ardiente. Su interior se hizo más luminoso y sereno. En su peregrinación de fe Las luces del Espíritu Santo disipaban las sombras de sus crisis y sus dudas. María veía claro, con la claridad sin embargo de los peregrinos. Faltaría todavía celebrar su propia Pascua: la su dichosísimo tránsito y su Asunción Gloriosa en cuerpo y alma a los cielos. Desde Pentecostés hasta su Asunción, María vivió una etapa profunda, radiante, gozosa, del misterio pascual de Jesús, en espera de ser Ella misma plenamente asociada al triunfo del Hijo. La Pascua de Nuestra Señora lleva a su consumación la original y exclusiva partcipación de María en el misterio pascual de Jesús. Decimos “original y exclusiva” porque nadie pudo vivir tan intensamente –tan desde adentro- la Muerte y la Resurrección de Jesús; nadie pudo gustar tan profundamente la Cruz sin sentir tan inquebrantablemente la esperanza. Porque María vivió el misterio pascual juntamente con su Hijo. Por eso, Ella fue la primera “redimida de un modo eminente” (Lumen Gentiun, 53) “como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura”.
Cuando el Espíritu Santo desciende sobre María en Pentecostés, su disponibilidad se hace más consciente y definitiva y su SI al plan del Padre se vuelca sobre la Iglesia. Como María, proclamada por Jesús “nuestra Madre en el orden de la gracia”, (ib.61), se desprendiera de sí misma y de su Hijo para hacerlo cotidianamente nacer en nuestras almas, en el interior de la Iglesia, en el corazón de la historia y de los hombres que, sin conocerlo, lo buscan con sinceridad.
María y el misterio pascual II
Pentecostés –plenitud del misterio pascual- pone a María en relación íntima con estas tres realidades pascuales: la comunión fraterna, la oración y la evangelización. El Espíritu Santo desciende sobre el grupo de los discípulos del Señor, reunidos con María, y los constituye en comunidad evangélica, orante y misionera. El misterio pascual nos hace orar, más aún, es la forma mejor de oración: lo proclamamos cada vez que celebramos la Eucaristía. También allí nos sentimos hermanos. Es impresionante comprobar cómo, después de Pentecostés, se habla en los Hechos de los Apóstoles, de los “hermanos”. Hermanos que creen y rezan, que aman y sirven, que evangelizan y dan la vida. Porque como María, han vivido profundamente el misterio pascual.
El mundo tiene necesidad de santos y cree en la gente sencilla que ama de veras a Dios y se entrega en silencio a los hermanos. María es así para nosotros: la “humilde esclava del Señor” (Lumen Gentium 61) y “Aquélla que en la Santa Iglesia ocupa, después de Cristo, el lugar más alto y más cercano a nosotros” (Pablo VI). Nos hace bien sentirla así: “Hija de Adán” y por consiguiente, sujeta a limitaciones y necesitada de “redención especial” (ib. 53) y, al mismo tiempo, “enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular” (ib.56).
Nos hace bien sentir a María muy cerca de nosotros y totalmente disponible A dios. Nos hace bien contemplarla acogiendo con fidelidad la Palabra en la Anunciación, sirviendo con alegría en la Visitación, adorando en silencio en Belén, sufriendo con serenidad en la Cruz, recibiendo el don del Espíritu Santo en Pentecostés; nos hace bien hundirnos en su corazón para vivir con Ella, de un modo privilegiadamente nuevo, el misterio pascual de Jesús.
Nuestra señora de la Pascua nos abre caminos de alegría y esperanza. No precisamente de alegrías fáciles o esperanzas superficiales y pasajeras. Sino de alegrías y esperanzas que nacen de la Cruz y echan raíces hondas de caridad auténtica y verdadera. María nos enseñará a amar con sinceridad, a rezar de veras, a sufrir con serenidad, a servir con alegría, a esperar contra toda esperanza.
La Pascua de Nuestra Señora –su Asunción a los cielos- nos hace participar en su dicha de glorificada y nos hace sentirla adentro como “signo de esperanza y de consuelo” (L.G.68). nuestra señora de la Pascua nos introduce en el misterio pascual de Jesús, nos hace vivir con intensidad su hora que es la nuestra, nos enseña a saborear la Cruz y a gustar la alegría del Espíritu.
Nuestra Señora de la Pascua –al introducirnos profundamente en el misterio pascual de su hijo- nos hace substancialmente pobres y felices, serenos y fuertes, alegres y llenos de esperanza. Contemplar a Nuestra Señora de la Pascua, es meternos en su corazón fiel para gritar: “Salve, oh Cruz, nuestra única esperanza”. A partir de allí el Espíritu pone en nuestros labios: “Resucitó Cristo, la Esperanza”.
La resurrección de Cristo y María
Después que Jesús es colocado en el sepulcro, María es la única que mantiene viva la llama de la fe, preparándose para acoger el anuncio gozoso y sorprendente de la Resurrección. La espera que vive la Madre el Señor el Sábado Santo constituye uno de los momentos más altos de su fe: en la oscuridad que envuelve al universo Ella confía plenamente en el Dios de la vida, y recordando las palabras de su Hijo, espera la realización plena de las promesas divinas.
Los Evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, pero no hablan del encuentro de Jesús con su madre. Silencio que no debe llevarnos a concluir que después de su resurrección, Jesucristo no se apareció a María.
¿Cómo podría la Virgen, presente en la primera comunidad de los discípulos, haber sido excluida del número de los que se encontraron con su divino Hijo, resucitado de entre los muertos?
Es legítimo pensar, verosímilmente, que Jesús resucitado se apareció a su madre en primer lugar. La ausencia de María del grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro, podría constituir un indicio de que Ella ya se había encontrado con Jesús. Esta deducción quedaría confirmada también por el dato de que los primeros testigos de la Resurrección, por voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales habían permanecido fieles al pie de la Cruz y, por tanto, más firmes en la fe. Es a María Magdalena que Jesús le encomienda el mensaje que debía transmitir a los Apóstoles. También por esto podemos pensar que Jesús se apareció primero a su madre, pues Ella fue la más fiel y en la prueba conservó íntegra su fe.
Por último, el carácter único y especial de la presencia de la Virgen en el Calvario y su perfecta unión con su Hijo en el sufrimiento de la Cruz, parecen postular su participación en el Misterio de la Resurrección. Un autor del siglo V, llamado Sedulio, sostiene que cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada, ante todo a su madre. Ella, que en la Anunciación fue el camino de su ingreso al mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la Resurrección para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del resucitado, María participa del resplandor de la Iglesia.
Por ser imagen y modelo de la Iglesia, que espera al Resucitado, y que en el grupo de los discípulos, se encuentra con Él durante las apariciones pascuales, parece razonable pensar que María mantuvo un contacto personal con su Hijo resucitado, para gozar también Ella de la plenitud de la alegría pascual.
La Santa Virgen, presente en el Calvario el Viernes Santo, y en el cenáculo en Pentecostés, fue probablemente testigo privilegiada también de la Resurrección de Cristo, completando así su participación en todos los momentos esenciales del misterio pascual. María, al acoger a Cristo resucitado, es también signo y anticipación de la humanidad que espera logar su plena realización, mediante la resurrección de los muertos.
Vivir la alegría de la Pascua
Amigos ¡qué alegría! Cristo resucitó... El domingo de Pascua es motivo de fiesta y alegría. Y en este Tiempo de Pascua, seguimos animándonos con esta alegría.
Nos alegramos por Cristo. Nació, vivió y murió para cumplir con lo dispuesto por el Padre para la salvación de las almas. Toda su vida fue una búsqueda de un camino de salvación para la humanidad, una enseñanza para los hombres de este mundo. Con su predicación, enseñó a los de su generación y las de todas las generaciones, el amor por todos, para todos y cada uno. Y para que su enseñanza fuera admitida y vivida por todos, nos dio el ejemplo perfecto que tenemos que seguir. Y para poder seguir sus pasos, conociendo nuestras debilidades y flaquezas, instauró los Sacramentos, que son nuestra ayuda para no equivocarnos, o para corregir las equivocaciones: el Bautismo que nos confiere la fe, sin la cual no podríamos convencernos de nada más que de aquello que los sentidos nos muestran; y con la generosidad que es fruto del amor, nos dejó la Confesión o Penitencia para reparar las faltas cometidas y volver al camino perdido.
Gracias a Cristo la fe y el perdón, están a nuestra disposición, a disposición de toda persona en los confines del mundo y en todos los tiempos. Así, con el perdón de los pecados y apoyados en la fe, vamos transitando nuestro día a día valorando la generosidad, grandeza y humildad, de la razón del sacrificio Cristo en la Cruz.
El momento intenso de la Redención, pasó. La misión fue ampliamente cumplida. Y Jesús resucita, y ocupará el lugar de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que le corresponde en la eternidad por todos los siglos.
Es nuestra alegría; también sentimos alivio. Sabemos que Jesús ya no sufrirá; su agonía en Getsemaní y su agonía en la Cruz quedaron en la historia de los hombres y de las almas para siempre, a la vez que se han convertido en nuestra mejor esperanza.
La Pascua que festejamos contiene pues, alivio, alegría y propósitos de cada cristiano. Propósitos de corresponder al sacrificio de Jesús por nosotros, con el compromiso nuestro de seguir el camino que Jesús nos enseñó, paso a paso. Sin claudicaciones.
Es nuestra esperanza mejor, como decíamos antes, porque la Resurrección de Jesús, sabemos que antecede y predice nuestra propia resurrección.
¡Qué alegría tan grande la alegría de la Pascua!
Debemos entonces comprender que el compromiso que adquirimos con la misericordia divina, trasciende el momento y hemos de tenerlo siempre presente. La alegría de la Pascua debe ser una alegría interior, permanente y silenciosamente callada, en el alma de todo bautizado. En los días felices y los que no lo son. La muerte de Cristo, pavorosa en su dolor que nos redime, y la gloriosa Resurrección posterior, que perdonan, salvan y garantizan nuestra vida eterna feliz, deben ser independientes de los acontecimientos humanos que vivimos en el día a día, que nos traen dolor o alegría.
Es un compromiso de agradecimiento y de amor. Al Padre que envió al Hijo, al Hijo que aceptó al sacrificio y a María que al contestar con su SI al Padre, asumió ser la Madre del Hijo Redentor.
Un compromiso personal a cumplir con fe y esperanza cierta.
Queridos amigos:
Todos nuestros días de vida deben transcurrir en la íntima felicidad de sabernos acogidos y amados por la aceptación generosa y heroica de Jesús a la voluntad del Dios Padre y Creador de la vida. La alegría de tener una Madre que nos aceptó como hijos con amor admirable.
No sólo el domingo de Pascua, no sólo en este Tiempo de Pascua.
Felices Pascuas o una Pascua Feliz
Junto a cada uno de nosotros, la Iglesia toda, continúa viviendo en la alegría de la Resurrección de Cristo. Una alegría honda que se siente en la intimidad del alma, que tal vez no se expresa hacia afuera, sino que se vive en la intimidad. Una alegría que no despierta carcajadas, sino que se recata en una luminosidad interior, tal vez en una sonrisa, en los labios o en la mirada.
Pascua feliz. Aunque se tengan problemas, aunque se vivan momentos de dolor o tristeza. Cristo resucitó.
Días pasados recordábamos a María Magdalena. La pecadora arrepentida, perdonada por Jesús. Y, precisamente fue María Magdalena, la primera en ver al Resucitado y recibir el mandato de Cristo de anunciar su Resurrección a los demás.
Nosotros somos también pecadores que, arrepentidos, hemos logrado el perdón de nuestras faltas en la Cruz del Viernes Santo.
Ahora somos otros “María Magdalena” que debemos anunciar la Resurrección de Cristo. Como ella, debemos llevar a otros el anuncio maravilloso de la Resurrección. Con esta actitud de amor y generosidad es que debemos vivir la alegría pascual. No basta con desearnos “felices Pascuas” sino llevar ese sentimiento a otros corazones que no viven esta legítima alegría. El anuncio de la Resurrección de Cristo -prueba terminante de su Divinidad- es derramar luz donde haya oscuridad, es trabajar por la extensión del Reino de Dios en el mundo.
Esta tarea apostólica es de obligación moral para los bautizados que forman el Cuerpo Místico de la Iglesia del que Cristo es Cabeza. Algunos no han conservado la fe que les fuera regalada en su Bautismo y también necesitan que se les anuncie la Resurrección del Redentor. La tarea a cumplir es pues, muy amplia y necesita de entrega generosa y amor. Cada uno, en su condición de vida personal, sabrá las posibilidades que tiene para este apostolado de fe, de caridad y también de agradecimiento a Cristo.
Quien pueda hacerlo activamente, encontrará sus propios medios de realización. Quien esté apartado de toda actividad por sus limitaciones, podrá colaborar con el auxilio imprescindible de la oración y el ofrecimiento generoso de sus limitaciones, por el retorno de las ovejas extraviadas al rebaño del Señor.
Vivimos unos momentos difíciles de crisis de fe, apagada por lo material, alejada por la pérdida de valores familiares que determina, la desmoralización de la sociedad y el alejamiento espiritual de los caminos que la Divina Providencia dispone para cada uno.
Más que nunca el anuncio de la Resurrección de Cristo es una necesidad imperiosa. Más que nunca se necesitan los discípulos de Jesús dispuestos a mostrar la imagen de Cristo en la Cruz, pidiendo amor y otorgando perdón, muriendo por todos los hombres de todas las generaciones.
Más que nunca se debe proclamar la Resurrección del Salvador, que despierta la seguridad de su divinidad, atrayendo a las almas extraviadas, confortando a las almas fieles, confirmando la fe en todos y cada uno.
El Paraíso ofrecido desde la Cruz al buen ladrón es ofrecido a todo aquél que se deje guiar por el ejemplo y el infinito amor de Jesús, crucificado y resucitado.
El pecador arrepentido y perdonado -como María Magdalena- será también elegido para la suprema misión de anunciar a los hombres que Cristo resucitó.
Es tarea de todos. No sólo del Santo Padre, de los Cardenales, Obispos, sacerdotes y diáconos...
Es de ustedes y de nosotros también, como María Magdalena; y como ella viviremos una Pascua feliz.