Oraciones

Seguimos rezando

Junto al pozo de Siquem

Señor, nuestro encuentro no es casual como el que Tú tuviste con la samaritana. Ha sido previsto por Ti y deseado y preparado por mí. Yo deseo tener un encuentro que sea diálogo sereno contigo, diálogo amistoso, diálogo de entrega y abandono confiado en tus manos.

Es grande y hermoso ver y comprobar que Tú te haces presente en nuestras vidas. Que en cada momento te haces presente de una manera distinta. A veces quieres ser nuestro aliento, a veces alegría, cuando lo necesitamos eres cercanía; en otras oportunidades eres al amigo que consuela y acompaña; otras veces te sentimos como inquietante y como el Señor que reprocha una infidelidad o una actitud que desdice de nuestra condición de hijos... pero siempre y en todo estás presente.

Junto al pozo de Siquem tú le hablaste con una gran sinceridad a aquella mujer que acudió a buscar agua. Hoy quiero hacerlo contigo y quiero recordar, junto al pozo, la historia de mi vida y, sobre todo, la historia de Tu presencia en mi vida. Tú siempre has estado en todo y con todo.

Quiero recordar mi Bautismo, cuando en mi vida entraste Tú sin yo saberlo, cuando me pusiste un nombre y cuando empezaste a vivir en mí. Quiero darte las gracias por mi Bautismo y recordar mi primera unión bautismal, mi primera consagración a Ti. Quiero recordar las primeras cosas que supe de Ti, de tu existencia y de tu Persona y quisiera agradecer de corazón a las personas que me hablaron de Ti, me enseñaron a rezar, a hablarte y a saber vivir y actuar ante tu mirada siempre presente y siempre amorosa, aunque algunas veces me hablaran de Ti como de un juez que juzga y castiga. Hoy pienso más en tu infinita misericordia y en tu inmenso amor.

Quiero recordar mi primera Comunión, poco importan las circunstancias, siempre suelen ser accidentales, importa más el encuentro consciente contigo, encuentro de amor. Me enseñaron a recibirte y a amarte dentro de mí; fue una presencia tuya en mi vida muy infantil -si así se quiere- pero fue ya una presencia más consciente que pesa y ha pesado mucho en mi historia.

Más adelante, fue tu presencia en el sacramento de la Confirmación en la que tomé consciencia de que mi fe ya era algo muy serio, mi fe ya era de adulto. Y que era una fe que tenía que defender, si hiciera falta, con la propia vida.

Y siempre tu presencia en el sacramento que hoy llamamos de la Reconciliación: Tú, el amigo que comprendes y perdonas porque amas y amas mucho. Y en todo momento tu presencia, tu amistad, tu gracia inundando mi vida. Señor, junto al pozo de Siquem quiero recordar contigo todas estas cosas y agradecértelas de todo corazón y decirte: Señor, soy feliz por haberte conocido. Que todos los hombres puedan conocerte y amarte.

Por todo ello, no sólo te agradezco, sino que quiero también mirar contemplativamente el gran don de tu llamado a la vida de fe. Tú, Señor, quisiste tener una historia especial conmigo; me llamaste a compartir de cerca tu Vida y tu Palabra, a compartir de cerca tu misión de anunciar la Buena Noticia.

Uno de los que Tú llamaste, confesó: “En cuanto descubrí que había Dios... comprendí que sólo podía vivir para Él”. Y a mí me ocurrido algo parecido. Conocí tu camino, ese camino del que Tú hablas directamente al corazón de cada hombre y le señalas con amor. Y opté por Ti. Hice la opción de mi vida decidiendo dedicarla enteramente a Ti: por el ofrecimiento diario de mis trabajos, penas y alegrías; por mi oración íntima y confiada; por saberme hermano de todos los hombres y servir con amor y entrega a los que me necesitan.

Seguramente es una llamada a convivir muy íntimamente contigo...

Recemos los Misterios..... del santo Rosario.
Pidamos a María, la Virgen fiel, que nos ayude a mantener una inalterable y permanente fidelidad a nuestro compromiso de fe con Jesús, su Iglesia y el Santo Padre que lo representa en la tierra.
Pidamos especialmente por.....
Rezan con nosotros...
1º,2º,3º,4º y 5º Misterio.

Final.

Señor, qué lindo es poder decir que soy plenamente tuyo, que todo es tuyo y todo es para Ti. Muéveme a comprender que debo vivir siempre con más intensidad tu llamado y tu vocación.

Yo soy tu oblación, Señor, soy una ofrenda tuya y para Ti; soy ofrenda de alabanza redentora en honor de tu Nombre... y tengo la debilidad de retirar pequeñas cosas de la ofrenda que ya está sobre el Altar.

Toda mi historia especial contigo, Señor, está llena de luces y de sombras. Yo quiero decirte que pongo toda mi buena voluntad y que quiero ser plenamente fiel a tu llamado y a tu don.

Finalmente te doy gracias por mi consagración a la fe que es un don gratuito de tu amor.

Vivir en clave de amor

Amigos de todos los días: debemos vivir en clave de amor. Este es nuestro tema de hoy sobre el que vamos a reflexionar juntos.

Consideremos al comienzo de estas sencillas reflexiones nuestro amor primero: amor a Dios, Padre Creador. Él nos creó a imagen y semejanza suya y sabemos que Dios es Amor. Y por eso nos ama: siempre e infinitamente. Si no lo hiciera así, dejaría de ser Amor, dejaría de ser Dios. Entonces, tenemos la seguridad de que Dios nos ama. Ese amor debe conmovernos a corresponder del mejor modo que nos sea posible. Dios no tiene límites; nosotros somos limitados en todo. Es limitado nuestro amor al Padre Eterno. Pero somos sus hijos. Y el Padre vela por nosotros, por nuestro bien. Aquí y en la Patria celestial. Aquí el tiempo es corto; allá es para siempre.

Amor a Jesucristo: es nuestra segunda clave de amor. ¿Cómo no amar a quien por amor dio su vida por nosotros? ¡Y de qué modo! El amor a Dios Padre y a Jesús Hijo se funden en el Misterio de la Trinidad Santa, en las Personas Divinas. Y el Espíritu Santo, Espíritu de Amor, relaciona íntimamente este amor: la tercera Persona nos une en el amor del Padre y del Hijo y nos lleva suavemente a ese Amor.

Dios Padre Creador, Dios Hijo Redentor, Dios Espíritu Santo vínculo de amor. Continuemos. Ahí está María Santísima, Madre de Dios desde la Encarnación; y, desde la Cruz, Madre de los hombres. Cuánto debe amar María para aceptar ser nuestra Madre, la Madre de quienes crucificaron al Hijo Santo e inocente. Maravillosa prueba de amor a la humanidad. Y ésta es la tercera clave de amor que debemos vivir. Corresponder a María como hijos que nada merecen y todo se les da. Corazón inmenso el Sagrado Corazón de Jesús; Corazón inmenso el Corazón Inmaculado de María.

¿Qué se espera de nosotros? Amar en justa correspondencia. Pero ¿cómo? Con la vida misma, mostrando con nuestros actos, con nuestras opciones que libremente tomamos a cada momento, que Dios importa, que Jesús es el Camino, que María, acompaña e intercede.

¿Nos preguntamos ante cualquier circunstancia que debemos definir, qué le gustaría al Señor? ¿Qué alegraría el Corazón de nuestra Madre? ¿O hacemos lo que nos parece según el mundo que nos rodea, sus costumbres y sus normas? Ahí está la clave de nuestro amor. Ahí demostraremos con hechos el amor de cristianos que reconocen al Padre, al Hijo y a la Madre, como lo primero a considerar. Y tenemos los medios: la oración y los sacramentos, y los dones del Espíritu Santo. Solamente tenemos que poner nuestra voluntad. Alguna vez será difícil, nos costará una renuncia, un olvido de nosotros mismos. Sí, es verdad. Pero ¿acaso no son merecidos estos actos de humildad y de obediencia a la Divina Providencia que sólo busca para nosotros un bien mayor?

Pero aún las cosas no terminan aquí. Dejamos para el final nuestra última clave de amor: el amor a los hombres, hermanos porque somos hijos del mismo Padre, y fuimos redimidos por el Hijo, sin distinción. El perdón conseguido es amplio y generoso, para todos los arrepentidos.

Y ¿cómo planteamos en nuestra vida este amor de hermanos?

Pensamos, y tal vez ustedes estén de acuerdo con nosotros, que esta parte es, en cierto modo, más difícil. De Dios, nos sabemos correspondidos, de Jesús y María, también: no hay duda posible. Correspondencia asegurada.

Y nuestros hermanos los hombres ¿nos aman siquiera? En este caso no hay una correspondencia que sea segura. El hombre ama, pero también odia. El amor los une y el odio los separa. Los sentimientos están encontrados: unos perdonan agravios, otros guardan rencores. Unos aman la paz, otros optan por la violencia indiscriminada. El mundo es un caos de contradicciones.

¿Podemos amar al violento que mata en actos de terror, al violador que arrebata vidas con su agresión a inocentes? Es difícil. No encontramos el rostro de Dios en estas personas. Entonces buscaremos el rostro de Dios en nosotros mismos, miraremos una Cruz santa con el Hombre Dios clavado en ella, suplicando el perdón para todos. Y surgirá poco a poco, el perdón humano para estos seres que alejados de la verdad y de todo bien, viven en la iniquidad.

Mas bien tendríamos que sentir pena por ellos, tan desgraciados e inhumanos; pena porque se apartaron de Dios y se están jugando su salvación, al desechar el sacrificio de la Cruz y el amor por el que Cristo murió en ella.

Y ésta será la clave de amor más dura y difícil que tendremos que vivir.

De aquellos hermanos que corresponden a nuestro afecto, a nuestra relación de familia o de amistad, nada hay que decir, pero sí que agradecer. Demos, pues, gracias a Dios por poder contar con ellos.

Que el Señor y María Santísima los bendiga a todos y nos ayude a vivir en clave de amor.

La eucaristía

Haremos una breve reflexión sobre la Eucaristía, sobre nuestra celebración de la Eucaristía, nuestra Santa Misa.

Eucaristía es una palabra griega que significa “Muchas gracias”. En tiempo de Jesús, todo el mundo, incluso los romanos, hablaba griego. Y cuando los primeros cristianos querían dar gracias a Dios por todo lo que Él hace de bueno, de bello y de justo en la Creación y en la humanidad, decían “Eucaristía” o sea, muchas gracias.

Celebrar una Eucaristía, es dar gracias a Dios.

Para celebrar la Eucaristía, nos reunimos en Asamblea y el sacerdote nos invita a hacer la señal de la Cruz. Esta señal es la insignia de los bautizados.

En el nombre del Padre, me llevo la mano a la frente porque quisiera inscribir a Dios en mis pensamientos, grabar a Dios en todas mis ideas.

En el nombre del Hijo, me llevo la mano al corazón. Quisiera cantarle a Dios alabanzas de amor. Plantar a Cristo en el centro de mi corazón y que su amor floreciera en mi vida.

En el nombre del Espíritu Santo, mi mano pasa de un hombro a otro. Quisiera inscribir a Dios en todo mi ser, revestirme de su Espíritu. Abrir mi vida al mundo y a mis hermanos.

La Eucaristía es Reconciliación. Jesús creó la Eucaristía para el perdón de los pecadores. Todos nosotros lo somos. No es la Eucaristía solamente para quienes han llegado, sino también para los que vienen en camino. Porque no es una recompensa, sino un don de Dios que ama.

El perdón es lo más hermoso del amor. Dios es perdón. Por eso la Eucaristía es Reconciliación, nos une a Cristo y al mismo tiempo nos purifica, nos preserva del mal.

La Eucaristía es una ofrenda de pan y de vino. El pan que estaba en los trigales, pero hemos cosechado el trigo, convertido en harina y amasado el pan. El vino que se encontraba disperso en los racimos de los viñedos, pero hicimos la vendimia para formar un solo vino. No son más que pan y vino. Pero bastaron unas pocas palabras venidas de otra parte, para que algo suceda... es la Eucaristía... Y en la ofrenda de pan y vino que hacemos, entregamos al Padre nuestra vida. Jesús toma consigo, y asume, nuestra ofrenda y nuestra entrega de vida.

La Eucaristía es consagración. En el centro mismo de la Plegaria Eucarística están las palabras de Jesús la noche anterior al día de su muerte. “Tomen y coman, éste es mi Cuerpo”. “Tomen y beban, ésta es mi Sangre”. “Hagan esto en memoria mía”. Es ahora cuando la muerte y resurrección de Jesús suceden para nosotros. Es ahora cuando llega para nosotros el amor de Jesús. La Eucaristía es una grandiosa manera de amar. Es la presencia de Jesús, a través de su amor, que está vivo y realmente en el Pan y en el Vino.

La Eucaristía dice que Dios es nuestro Padre. Decimos: “Padre nuestro”... todo lo compartimos y ahora no decimos “Padre mío” sino “Padre nuestro”. Porque la Eucaristía es una Comunión. Comulgar es comer juntos. Porque encontramos a Jesús, encontramos a los hermanos. Y juntos caminamos hacia Jesús, que nos espera. Somos un pueblo en movimiento, un pueblo puesto en pie, predispuesto a amar.

Comulgar es crear un mundo que haga realidad los sueños de Dios. Un mundo de hermanos que se aman. Un mundo que vive el amor de Dios, Padre y Creador.

Final.

Cuando termina la Misa, comienza la misión. Es otra Misa, la Misa de la vida.

Vayan y anuncien por las calles, en su casa, en el trabajo, que Jesús está, que Jesús nos acompaña. Que nos invita a incorporarlo a nuestra vida. A vivir en Él y Él en nosotros. Y nos espera en la Eucaristía, en la que se nos da con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del pueblo de Dios.

Que Dios los bendiga siempre y los sostenga en su infinito Amor.
Amén.

El papel de la mujer a la luz de María

El papel que Dios en su plan de salvación confió a María, ilumina la vocación de la mujer en la vida de la Iglesia y de la sociedad, defendiendo su diferencia con respecto al hombre. En efecto, el modelo que representa María muestra claramente lo que es específico de la personalidad femenina.

En tiempos recientes, algunas corrientes del movimiento feminista, con el propósito de favorecer la emancipación de la mujer, han tratado de asimilarla en todo al hombre. Pero la intención divina, tal como se manifiesta en la creación, aunque quiere que la mujer sea igual al hombre por su dignidad y su valor, al mismo tiempo afirma con claridad su diversidad y su carácter específico. La identidad de la mujer no puede consistir en ser una copia del hombre, ya que está dotada de cualidades y prerrogativas propias, que le confieren una peculiaridad autónoma, que siempre ha de promoverse y alentarse.

Estas prerrogativas y esta peculiaridad de la personalidad femenina, han alcanzado su pleno desarrollo en María. En efecto, la plenitud de la gracia divina favorecía en ella todas las capacidades naturales típicas de la mujer.

El papel de María en la obra de la salvación, depende totalmente de Cristo. Se trata de una función única, exigida por la realización del misterio de la Encarnación: la maternidad de María era necesaria para dar al mundo el Salvador, verdadero Hijo de Dios, pero también perfectamente hombre.

La importancia de la cooperación de la mujer en la venida de Cristo se manifiesta en la iniciativa de Dios que, mediante el ángel, comunica a la Virgen de Nazaret su plan de salvación, para que pueda cooperar con él de modo consciente y libre, dando su propio consentimiento generoso.

Aquí se realiza el modelo más alto de colaboración responsable de la mujer en la redención del hombre –de todo el hombre- que constituye la referencia trascendente para toda afirmación sobre el papel y la función de la mujer en la historia.

María, realizando esa forma de cooperación tan sublime, indica también el estilo mediante el cual la mujer debe cumplir concretamente su misión.

Ante el anuncio del ángel, la Virgen no manifiesta una actitud de reivindicación orgullosa, ni busca satisfacer ambiciones personales. San Lucas nos la presenta como una persona que sólo deseaba brindar su humilde servicio con total y confiada disponibilidad al plan divino de salvación. Este es el sentido de la respuesta: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

Pues no se trata de una acogida puramente pasiva, pues da su consentimiento sólo después de haber manifestado la dificultad que nace de su propósito de virginidad, inspirado por su voluntad de pertenecer más totalmente al Señor.

Después de haber recibido la respuesta del ángel, María expresa inmediatamente su disponibilidad, conservando una actitud de humilde servicio.

Se trata del humilde y valioso servicio que tantas mujeres, siguiendo el ejemplo de María, han prestado y siguen prestando en la Iglesia para el desarrollo del reino de Cristo.

Y la luz vino al mundo

Mirando a nuestro alrededor, rápidamente comprendemos que el mundo es oscuridad, de tal modo que o bien alumbramos el mundo, o nos sumimos en su misma oscuridad. En cada instante de nuestra vida, sea un segundo, un minuto o una década, sólo podemos dar dos cosas: luz u oscuridad. En la pequeña gruta de Belén ocurría igual, sólo había oscuridad, como en el mundo de hoy. Pero allí, en medio de la oscuridad, ¡vino la luz al mundo!

Mi primer pensamiento cuando trato de comprender cómo se manifiesta esa Luz en el mundo, evoca esas reuniones de la iglesia primitiva, en los primeros siglos después de la Resurrección. Unidos en una fe espiritual, plena de confianza en la Presencia del Resucitado, ellos se dejaban alumbrar a pesar de la persecución y la pobreza. Compartían el mayor alimento que persona alguna pueda pretender: la Hostia Consagrada. En esas uniones consagradas a Dios, ellos se dejaban alumbrar por la Luz de Jesús y como espejos perfectos, devolvían esa Luz al mundo. Ellos eran luz.

Con el paso de los siglos y al impulso de tantas santas generaciones, el hombre se elevó hasta hacer en buena medida a Dios el centro de su vida. Pero, en el cenit del cristianismo, el mundo empezó a caer en una negación creciente de la necesidad de tener a Jesús presente en todo. En este camino descendiente, el siglo XXI se ha iniciado envuelto en una oscuridad espiritual agobiante, que envuelve y ahoga todo a su alrededor. Nosotros, como los cristianos de los primeros tiempos, estamos dentro de estas catacumbas espirituales, sólo que esta vez el encierro está en los corazones.

Como los cristianos de la iglesia primitiva, tenemos que hacernos fuertes en nuestra vida interior; debemos crecer espiritualmente. Si permitimos que la Luz de Jesús entre dentro nuestro, si dejamos que Él se apodere de nuestra alma, seremos como espejos que reflejarán Su Luz en este mundo desértico. ¡Seremos Luz! Luz, como Jesús lo es, de tal modo que de nosotros brote esa luminosidad, que es la Luz del Salvador, la Única Luz Verdadera. Cuando la gente vea esa llama iluminándonos, dirán: ¡miren cómo se aman! Será un nuevo Pentecostés.

En el Cenáculo, los Apóstoles acompañados de María recibieron la Luz de Dios de tal modo que lenguas de fuego descendieron sobre ellos, iluminándolos, haciéndolos antorchas espirituales. El Espíritu Santo, como Jesús les había prometido, les dio la sabiduría y la fortaleza que no tenían. Se hicieron Luz y salieron por los caminos a alumbrar, a construir la Iglesia que el Señor les había dejado como legado. Nosotros recibimos esa iglesia como herencia: laicos o consagrados, somos los miembros de esa iglesia. Somos manos, brazos, piernas, cuerpo Místico de Jesús; la Luz que emana de Cristo, emana de Su Iglesia. ¡Por eso nosotros somos Luz!

Cuando damos Luz, irradiamos paz y unión, serenidad y seguridad, fortaleza y verdadera sabiduría. Cuando damos Luz, rompemos las barreras que nos separan del amor y dejamos que Jesús se derrame en torrentes incontenibles sobre quienes nos rodean. Así, cediendo a la fuerza de ese manantial de amor irrefrenable, abramos nuestros corazones a Jesús, en María y con María, de tal modo que el señor nos haga faros de Su Luz, centella que ilumina el horizonte.

¡Y la Luz vino al mundo!